Suelo pasear por un barrio donde los vigilantes u hombres de las garitas abundan y los observo. Ellos están encargados de la seguridad de una o dos cuadras, aunque, si algo sucede, nada pueden hacer más que llamar a la Policía.
Están dentro de su metro cuadrado durante la mayoría de su jornada laboral, que puede ser de hasta doce horas. En esa pequeña caja que los vecinos les entregaron ellos construyen su mundo y pasan casi todo el día. Ahí dentro toman mate, ven televisión y guardan sus licores para las noches de frío.
Desde la garita miran la cuadra que tienen bajo su dominio. Conocen los secretos del barrio y de quienes lo habitan. Saben todo, con quién se acostó el de la esquina y por qué se separó el de la casa amarilla.
Trabajo duro el de vigilancia. Todos los conocen y ellos conocen a todos, pero se sienten solos. Hablan con todos, pero nadie les da más de unos minutos. Por eso, vuelven a su caja.
Un ejemplo es Miguel, más conocido como Miguelito, tiene -o parece de- 60 años y trabaja de vigilancia hace casi diez en la misma esquina de Vicente López. Hemos hablado algunas veces. Ahora está sentado en su garita escuchando la radio. La cabeza gacha y haciendo el esfuerzo para no quedarse dormido. Son las 3 de la tarde. Al rato se levanta, se estira y da unas vueltas por la cuadra. Se apoya en una pared y desde ahí vigila o hace que vigila. No tiene mucho más para hacer, nunca lee ni escribe, sólo escucha la radio.
Es hora de irme, tengo que volver, paso cerca de Miguelito y como cada vez que me ve, me hace un comentario sobre mi altura.
-¿Hay viento allá arriba?- pregunta sonriendo
– No, acá está lindo- respondo.
Se ríe, como siempre, y me voy. A los cien metros, lo vuelvo a mirar. Está caminando de un lado a otro con los brazos cruzados, parece un militar de guardia. Espera algo que lo sorprenda, algo distinto, que diferencia ese día del anterior. Mientras espera, mira el piso y piensa en cualquier cosa, pero con tanto tiempo para hacerlo, ya se le deben haber acabado los buenos temas.